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La trastienda de la escritura

di Liliana Heker

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¿Es posible enseñarle a otro a escribir? Tal parece ser la pregunta rectora que atraviesa este libro. Cuestión a la que la misma autora responde en clave confesional: “Creo que nadie le puede enseñar a otro a escribir. Más ceñidamente, creo que nadie le puede enseñar a otro como ser escritor. Pero también creo que todo escritor, por caminos complejos y diversos, aprende su oficio”. La trastienda de la escritura, compacta en sus casi trescientas páginas, muchos de esos trayectos y recorridos que, tal como la propia Liliana Heker menciona, llevan a una persona con inquietudes literarias a desarrollar su pasión.

La inspiración, los temores, la elección del tema, los estilos, la corrección como acto creativo, los objetos rituales que conforman el ambiente a la hora de escribir, y hasta lo que muchos llaman prestigio, se convierten en motivo de reflexión. Reflexión que, dicho sea de paso, más que encontrar una respuesta abre unos cuantos interrogantes.

Es que la autora, además de haber construido una sólida carrera como cuentista (a partir de la publicación de su primer libro Los que vieron la zarza en 1966) trabaja coordinando talleres literarios desde el año 1978. Mucha de esa experiencia se encuentra reflejada en este volumen que, de manera amena, ofrece un amplio abanico de anécdotas, consejos, sugerencias y temas caros a quien guste enfrentarse ante una hoja de papel o una pantalla para contar una historia. En tal caso, este libro se constituye en una herramienta útil y necesaria.
A modo de epílogo, una perlita: Heker propone un decálogo al que denomina “Mi credo”, en el que está comprimida gran parte de su sabiduría. Esa que comienza diciendo: “Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desaparecido y sólo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable”.
(Gito Minore) ( )
  aliexpo | Dec 23, 2019 |
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Mi credo (Liliana Heker)



Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el momento en que los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. Uno suele instalarse para la escritura venciendo cierta resistencia -salir del estado de ocio no es natural-, uno oficia ciertos ritos dilatorios, por fin, con cierta cautela, uno escribe. Y en algún momento descubre que está sumergido hasta los pelos, que los problemas del exterior han desaparecido, que en el mundo no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.



En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro, que una cara, que una jeta. “Dijo que estaba harto” no equivale a “Estoy harto-dijo”. Decidir cuál música, qué textura, cuánta carga de afecto o de violencia debe guardar una palabra, dar con una sintaxis, ir tanteando -ir sosteniendo- el ritmo interno de un relato, eso y no otra cosa es

el oficio de escribir.



Saber que un hombre vio algo que brillaba es conocer la historia que se está contando. Saber si lo que el hombre vio fue un resplandor, un relumbrón, o meramente algo que briIlaba, es conocer el arte de escribir historias.



La palabra justa no siempre -o casi nunca- acude por cuenta. Hay que rastrearla entre el montón, enamorarse a mera vista de ella, probarla en el texto. Y si no va, descartarla sin piedad aunque sea hermosa.



La primera versión de un texto es sólo un mal necesario. Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que uno difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol.



Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.



Aferrarse a una frase o una palabra simplemente porque ha salido así del alma, es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal parlante para que repitiera un leit motiv al final de cada estrofa. Y naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces es bueno sacrificar al loro.



Cuando se escribe, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, pero tampoco hay que tenerle miedo a la lucidez. Uno tiene tan pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de alguna de ellas para hacer literatura.



No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Se corre el riesgo de ir de acá para allá, sin ton ni son esperando que el final caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen celestial: con disimulo, vienen mandados desde la primera frase.



Una novela requiere una escritura y una estructura igual de rigurosas que las de un cuento. Si tiene páginas grises, esos grises deben estar tan cargados de tensión como lo están en el Guernica de Picasso. Si no, son meramente un plomo.



La inspiración no existe; en eso se parece a las brujas. Aun así, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, podrá mar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor será que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.



Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a desconfiar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.
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Lingua originale
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