Gertrude Stein opinaba que no había escritor norteamericano contemporáneo que se propusiese una aventura estética comparable a la que había emprendido Francis Scott Fitzgerald. Sin embargo, e injustamente, a éste se le suele recordar como el típico exponente de aquella generación perdida de los locos años veinte, y no como el lúcido estilista dotado por igual de originalidad técnica y penetración psicológica. Y, cosa curiosa, hasta los prejuicios en torno a su figura nacieron, en realidad, de su propia fantasía : como si se hubiese propuesto componer con su vida una supernovela existencial. Inseparables del protagonista resultan, en este cuadro, las figuras de amigos y mujeres, particularmente Hemingway y Zelda, la esposa de Scott, desconcertante y cautivadora, en cuya mirada rapaz el propio Hemingway había captado el germen de la locura que acabaría por destruirla. ¿Qué trágico destino arrastraba hacia el dolor y la muerte a Scott y Zelda, esa pareja que parecía haberlo tenido todo a manos llenas: talento, atractivo, éxito y amor? El alcohol era sólo un recurso para postergar lo inevitable; la vida escandalosa e imprevisible, una máscara de la desesperación. Ella habría de terminar en un manicomio; él, prematuramente devorado por la bebida mientras intentaba afianzarse en Hollywood, como otros innumerables escritores a sueldo. Tras la peripecia, y con el fabuloso entorno de una época cuyos extremos de alegría y desesperación vivieron ambos, André Le Vot nos muestra en esta obra al hombre en su totalidad: más allá de lo episódico, reconstruye pacientemente el verdadero rostro de un escritor que, paradójicamente, fue admirado y postergado en vida por los elementos más exteriores de su talento.